Érase una vez un rey de Argos llamado Acrisio que tenía una hija llamada Dánae. Al rey un oráculo le predijo que sería asesinado por su nieto, es decir, que un hijo de su querida hija Dánae le mataría. Y como el amor a uno mismo prevalece sobre el amor filial, el rey Acrisio decidió eliminar el problema sin rodeos, y mandó construir una torre de bronce en la que encerró a Dánae cuando llegó la edad de casarla. La torre sólo era accesible desde arriba, desde el Cielo, y a la muchacha le arrojaban la comida desde las almenas. Así, pensaba Acrisio, podía proteger a su hija de los pretendientes que la solicitaran. Pero a estas alturas ya sabemos un poco de mitología griega y sólo podemos sonreír compasivamente, pues Acrisio no había contado con el más apasionado de todos los amantes: Zeus.
El padre de los dioses miraba y miraba desde lo alto del Cielo hacia dentro de la torre de bronce, hasta que vio a la bella y casadera Dánae. De noche, cuando la tierra oscurecía, el resplandor de sus ojos colmados de lágrimas se elevaba a lo alto a través de la torre de bronce, pues la joven deseaba con vehemencia a un hombre.
Zeus se transformó en lluvia de oro que cayó durante toda la noche sobre Dánae mientras dormía y la fecundó; Perseo acababa de ser engendrado.
Cuando Dánae dio a luz a este muchachito divino, en un primer momento su padre no supo qué hacer, porque tenía mucho cariño a su hija y le hubiese gustado tener por nieto a un niño tan hermoso; pero la sentencia del oráculo seguía aterrorizándole. Por eso, cogió a su hija, le puso el niño en los brazos y los abandonó a los dos en una frágil barquilla y ordenó que la dejaran en el mar. Acrisio estaba seguro de que la muerte sería inevitable. Sin embargo Zeus era el padre de Perseo y él es quien dirige el destino y quien dirigió la barquilla, que flotó por los mares hasta encallar en una isla. Un pastor encontró a la mujer y al niño; era un hombre honrado y bondadoso, y además era hermano del rey de la isla.
Aunque el rey no era ni honrado ni bondadoso. Cuando un día fue de visita a casa de su hermano el pastor, vio a Dánae sentada en un rincón de la habitación y pareció que era una joven muy hermosa. Se enamoró de ella y desde aquel día empezó a perseguirla. Pero su hermano, el pastor, la protegía, hasta el día en que Perseo se hizo adulto y fue capaz de proteger a su madre por sí solo.
Perseo era un joven atractivo, quizá de aspecto un tanto delicado. Era ingenuo, muy ingenuo, pero inteligente. No obstante se le podía engañar con facilidad, y no era capaz de captar una ironía o una broma maliciosa. Para Perseo el sí era un sí, y el no significaba no.
El codicioso rey pensó en el modo de quitarse de en medio a Perseo. No quería matarlo, sólo pretendía alejarlo de su madre, así que invento los impuestos. Éste proclamó que cada ciudadano de la isla debía entregar a palacio una parte de los caballos. Pero Perseo y su madre no tenían caballos, así que el muy ingenuo le propuso al codicioso rey entregarle cualquier otra cosa a cambio. Y éste le ordenó traer la cabeza de la gorgona Medusa...
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