16 jul 2011

De Píramo y Tisbe.


Hoy, en medio de un ataque de romanticismo, os intentaré descubrir un relato antiguo. El artífice fue el magnífico Ovidio, y su fantástica creación la encontramos en su obra Metamorfosis libro IV. Es inevitable que no nos venga otra historia archiconocida a la mente, aunque posterior.

Érase la historia de dos jóvenes amantes y vecinos. Un día ella, a escondidas, perfora la pared que une sus estancias debido a la estricta prohibición de sus familias, las cuales no les permitían verse. Pero un día acuerdan verse furtivamente a las afueras de la ciudad, donde se alzaba un frondoso árbol y serpenteaba un riachuelo.  Tisbe, ella, llegó a aquel lugar antes que Píramo, él. Llevaba los cabellos cubiertos con un sutil velo.

Cuando Tisbe llegó esperó al joven Píramo a los pies del frondoso árbol, pero una leona que acababa de cazar y lucía las fauces llenas de sangre, la sorprendió aunque Tisbe tuvo tiempo de ponerse a salvo en una cueva cercana perdiendo en la huída el velo que portaba.

Poco después llegó hasta aquel lugar Píramo y encontró el velo de su amada manchado de sangre, pues la feroz leona había rasgado la prenda con sus dientes. Píramo pensó lo peor. Creyó que su amada había perecido presa del ataque de una fiera y tras lamentarse se dio muerte a los pies de aquel árbol con su propio hierro.

Cuando la oscuridad ya era latente, Tisbe salió de su escondite y fue al encuentro de Píramo consciente del retraso. Pero lo que allí encontró no fue otra cosa que el cuerpo sin vida de éste. Y tras lamentarse se dio muerte ella también con el mismo arma que Píramo. Así yacieron juntos.

Esto es una muestra de como la literatura clásica inspiró siglos después a los grandes autores de Europa. Os dejo la traducción del original para que os deleitéis. 

«Píramo y Tisbe, de los jóvenes el más bello el uno,
 la otra, de las que el Oriente tuvo, preferida entre las muchachas,
 contiguas tuvieron sus casas, donde se dice que
 con cerámicos muros ciñó Semíramis su alta ciudad.
 El conocimiento y los primeros pasos la vecindad los hizo,
 con el tiempo creció el amor; y sus teas también, según derecho, se hubieran unido
 pero lo vetaron sus padres; lo que no pudieron vetar:
 por igual ardían, cautivas sus mentes, ambos.
 Cómplice alguno no hay; por gesto y señales hablan,
 y mientras más se tapa, tapado más bulle el fuego.
 Hendida estaba por una tenue rendija, que ella había producido en otro tiempo,  
 cuando se hacía, la pared común de una y otra casa.
 Tal defecto, por nadie a través de siglos largos notado
 -¿qué no siente el amor?-, los primeros lo visteis los amantes
 y de la voz lo hicisteis camino, y seguras por él
 en murmullo mínimo vuestras ternuras atravesar solían.  
 Muchas veces, cuando estaban apostados de aquí Tisbe, Píramo de allí,
 y por turnos fuera buscado el anhélito de la boca:
 «Envidiosa», decían, «pared, ¿por qué a los amantes te opones?
 ¿Cuánto era que permitieses que con todo el cuerpo nos uniéramos,
 o esto si demasiado es, siquier que, para que besos nos diéramos, te abrieras?
 Y no somos ingratos: que a ti nosotros debemos confesamos,
 el que dado fue el tránsito a nuestras palabras hasta los oídos amigos.
     

Tales cosas desde su opuesta sede en vano diciendo,
 al anochecer dijeron «adiós» y a la parte suya dieron
 unos besos cada uno que no arribarían en contra.
 La siguiente Aurora había retirado los nocturnos fuegos,
 y el sol las pruinosas hierbas con sus rayos había secado.
 Junto al acostumbrado lugar se unieron. Entonces con un murmullo pequeño,
 de muchas cosas antes quejándose, establecen que en la noche silente
 burlar a los guardas y de sus puertas fuera salir intenten,
 y que cuando de la casa hayan salido, de la ciudad también los techos abandonen,
 y para que no hayan de vagar recorriendo un ancho campo,
 que se reúnan junto al crematorio de Nino y se escondan bajo la sombra
 del árbol: un árbol allí, fecundísimo de níveas frutas,
 un arduo moral, había, colindante a una helada fontana.
 Los acuerdos aprueban; y la luz, que tarde les pareció marcharse,
 se precipita a las aguas, y de las aguas mismas sale la noche.
    

Astuta, por las tinieblas, girando el gozne, Tisbe
 sale y burla a los suyos y, cubierto su rostro,
 llega al túmulo, y bajo el árbol dicho se sienta.
 Audaz la hacía el amor. He aquí que llega una leona,
 de la reciente matanza de unas reses manchadas sus espumantes comisuras,
 que iba a deshacerse de su sed en la onda del vecino hontanar;
 a ella, de lejos, a los rayos de la luna, la babilonia Tisbe
 la ve, y con tímido pie huye a una oscura caverna
 y mientras huye, de su espalda resbalados, sus velos abandona.
 Cuando la leona salvaje su sed con mucha onda contuvo,
 mientras vuelve a las espesuras, encontrados por azar sin ella misma,
 con su boca cruenta desgarró los tenues atuendos.
 Él, que más tarde había salido, huellas vio en el alto
 polvo ciertas de fiera y en todo su rostro palideció
 Píramo; pero cuando la prenda también, de sangre teñida,
 encontró: «Una misma noche a los dos», dice, «amantes perderá,
 de quienes ella fue la más digna de una larga vida;
 mi vida dañina es. Yo, triste de ti, te he perdido,
 que a lugares llenos de miedo hice que de noche vinieras
 y no el primero aquí llegué. ¡Destrozad mi cuerpo
 y mis malditas entrañas devorad con fiero mordisco,
 oh, cuantos leones habitáis bajo esta peña!
 Pero de un cobarde es pedir la muerte». Los velos de Tisbe
 recoge, y del pactado árbol a la sombra consigo los lleva,
 y cuando dio lágrimas, dio besos a la conocida prenda:
 «Recibe ahora» dice «también de nuestra sangre el sorbo»,
 y, del que estaba ceñido, se hundió en los costados su hierro,
 y sin demora, muriendo, de su hirviente herida lo sacó,
 y quedó tendido de espalda al suelo: su crúor fulgura alto,
 no de otro modo que cuando un caño de plomo defectuoso
 se hiende, y por el tenue, estridente taladro, largas
 aguas lanza y con sus golpes los aires rompe.
 Las crías del árbol, por la aspersión de la sangría, en negra
 faz se tornan, y humedecida de sangre su raíz,
 de un purpúreo color tiñe las colgantes moras.


 He aquí que, su miedo aún no dejado, por no burlar a su amante,
 ella vuelve, y al joven con sus ojos y ánimo busca,
 y por narrarle qué grandes peligros ha evitado está ansiosa;
 y aunque el lugar reconoce, y en el visto árbol su forma,
 igualmente la hace dudar del fruto el color: fija se queda en si él es.
 Mientras duda, unos trémulos miembros ve palpitar
 en el cruento suelo y atrás su pie lleva, y una cara que el boj
 más pálida portando se estremece, de la superficie en el modo,
 que tiembla cuando lo más alto de ella una exigua aura toca.
 Pero después de que, demorada, los amores reconoció suyos,
 sacude con sonoro golpe, indignos, sus brazos
 y desgarrándose el cabello y abrazando el cuerpo amado
 sus heridas colmó de lágrimas, y con su llanto el crúor
 mezcló, y en su helado rostro besos prendiendo:
 «Píramo», clamó, «¿qué azar a ti de mí te ha arrancado?
 Píramo, responde. La Tisbe tuya a ti, queridísimo,
 te nombra; escucha, y tu rostro yacente levanta».
 Al nombre de Tisbe sus ojos, ya por la muerte pesados,
 Píramo irguió, y vista ella los volvió a velar.
     

La cual, después de que la prenda suya reconoció y vacío
 de su espada vio el marfil: «Tu propia a ti mano», dice, «y el amor,
 te ha perdido, desdichado. Hay también en mí, fuerte para solo
 esto, una mano, hay también amor: dará él para las heridas fuerzas.
 Seguiré al extinguido, y de la muerte tuya tristísima se me dirá
 causa y compañera, y quien de mí con la muerte sola
 serme arrancado, ay, podías, habrás podido ni con la muerte serme arrancado.
 Esto, aun así, con las palabras de ambos sed rogados,
 oh, muy tristes padres mío y de él,
 que a los que un seguro amor, a los que la hora postrera unió,
 de depositarles en un túmulo mismo no os enojéis;
 mas tú, árbol que con tus ramas el lamentable cuerpo
 ahora cubres de uno solo -pronto has de cubrir de dos-,
 las señales mantén de la sangría, y endrinas, y para los lutos aptas,
 siempre ten tus crías, testimonios del gemelo crúor»,
 dijo, y ajustada la punta bajo lo hondo de su pecho
 se postró sobre el hierro que todavía de la sangría estaba tibio.
 Sus votos, aun así, conmovieron a los dioses, conmovieron a los padres,
 pues el color en el fruto es, cuando ya ha madurado, negro, 

 y lo que a sus piras resta descansa en una sola urna».


Especialmente dedicado a Javier. 

1 comentario:

  1. Segur que Shakespeare s'insipà en esta història per a Romeu i Julieta

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